Por: Iván Thays
Parafraseando a Goya ("el sueño de la razón engendra monstruos") podríamos decir que no es la fantasía sino la realidad la que engendra terribles monstruos. Quizá no estaba tan equivocado el crítico (por lo general, muy versátil en el error) que consideró que la colección de relatos de Julie de Trazegnies Maldita sea era un libro de cuentos de horror. Pero no el horror fantástico sino aquel que nos enfrenta al más temible monstruo de la realidad que respira en nuestros oídos: la muerte. La muerte, ya sea directa o indirectamente, es la definitiva protagonista de cada uno de estos cuentos. Pero la autora no ha querido ver a la muerte como un enigma indescifrable; el enigma indescifrable somos los seres humanos. Por eso, la pregunta crucial a las que nos enfrentan sus relatos de manera terrible e insistente no es "¿Por qué morimos?" sino "¿Quiénes somos?" o más precisamente "¿Quiénes somos nosotros, los que vamos a morir tarde o temprano?"
Hay dos cuentos paradigmáticos en ese sentido, las dos puntas de la misma línea, que funcionan a manera de espejo. El primero, titulado "Sin retorno" (una de las historias más perturbadoras que he leído últimamente), presenta a una mujer que de un momento a otro pierde su identidad. Ella ha ido de viaje con su esposo luego de la pérdida de un hijo, tratando de recuperar la relación o de despedirse adecuadamente, pero las cosas no parecen estar funcionando. En un momento, aligerada por el vino, la protagonista no soporta la presión y empieza a vagar por la ciudad desconocida. Y de pronto, la desconocida es ella. Nadie parece recordarla, ni los empleados del hotel ni su propio esposo. Ha perdido la conexión con la vida, pero sigue viva. Abandona su identidad pero no a cambio de otra, sino de ninguna. El segundo cuento, el otro extremo de la línea, se titula "Un día de locos" y presenta ahí a una mujer que es acosada por un sujeto quien, a pesar de su rostro amable, no deja de hacerla sentir perseguida. Intenta perderlo en una estación de metro pero el hombre no es fácil de despistar. Rendida, pide ayuda a los demás, pero nadie la ayuda. Al contrario, todos parecen estar a favor del perseguidor. Al final, termina aceptando que aquel extraño la atrape y la conduzca a su propia casa. En el primero, ella es extraña para los demás; en el segundo, los extraños son los otros. Así oscila el péndulo de Julie de Trazegnies. Quien quiere ver en esto cuentos fantásticos sin duda se equivocará. Los monstruos más terribles y las pesadillas en que existen, ya está dicho, nacen de la realidad. Y debemos admitir que no existe nada más real que la muerte. Incluso el cuento "Maldita sea" que le da título al conjunto, y que podría leerse como una versión extendida de "Casa Tomada" de Julio Cortázar, no es propiamente fantástico. Se trata de una casa "maldita" en la cual las parejas terminan siempre separándose. Una pareja joven desoye las advertencias y se instala ahí. Pronto, la casa empieza a ejercer su naturaleza y termina por destruirlos. Con el deseo de venderla y repartirse el dinero, los esposos recién separados hacen la ficción de estar juntos y felices, pese a la maldición, delante de los posibles compradores. No convencen a nadie. Ni a ellos mismos, que poco a poco van convirtiendo la ficción en realidad y vuelven a amarse. Pero la casa, ya se sabe, es infatigable y, como el amor en aquella tristísima canción de Joy Division, los destruirá de nuevo. La impresión que nos deja el cuento es que esa casa siempre vencerá. Y es que la casa es la vida misma y, por tanto, la muerte. Todos vivimos dentro de esa casa maldita, parece decirnos Julie de Trazegnies, todos tarde o temprano tendremos que asumir la "maldición" y jamás lograremos escapar de ella, ya sea amándonos de verdad o fingiendo que nos amamos.
Por lo pronto, ninguno de los personajes de Maldita sea logra escapar. Pero cada uno sucumbe a su manera. Hay dos relatos especialmente conmovedores (además del antes mencionado, "Sin retorno") que convierten este libro en una obra imprescindible para todos los que quieren ver a un escritor enfrentando los demonios que lo acosan sin más armas que la ficción y una honestidad consigo mismo poco frecuente en los narradores jóvenes. Ambos relatos tienen, además, vínculos en común, lo que no es extraño porque en este libro -como en todos los libros que realmente valen la pena- las conexiones invisibles son más significativas que las obvias.
Uno de ellos, "Un problema de conciencia" relata el viaje a la casa de playa de la protagonista junto con su esposo S. y su hijo. Nada parece estar mal, salvo que el niño se despierta en mitad de la noche y ella va a calmarlo. Un rato después, el niño arremete. Ahora será S. el encargado de hacerlo dejar de llorar. Eventualmente, la narradora despierta avanzada la noche y descubre que S. no está en la casa. Lo busca por todos lados y no logra hallarlo. Sus cosas están intactas, el auto no ha sido movido, el niño duerme. No hay explicación. Hacia el final de la noche, lo siente llegar y se aferra a su mano para no perderlo. Al amanecer, sin embargo, S. ha vuelto a desaparecer. "Lo único que pude comprender es que S. no estaba más" finaliza el cuento. El otro relato intenso es el titulado "Mala noche". Otra vez los protagonistas son una pareja de esposos y la hija menor de edad, Mía. Empieza la historia con una pesadilla de ella, en la que Mía ha desaparecido. La angustia al despertar apenas se atenúa al observar que Mía duerme tranquila en su dormitorio. "Es increíble como los sueños pueden sentirse tan reales" piensa ella. Luego, convence a su esposo para viajar los tres a República Dominicana. Y ahí, en medio del paraíso tropical, Mía desaparece realmente. Hacen hasta lo imposible por encontrarla, y cada hora que pasa es menos probable que la hallen. El relato ya es tremendo desde la historia misma, la descripción de esas horas tensas, la soledad de la narradora que sabe que esta vez no despertará. Pero hacia el final, la última frase, le da un giro extraordinario que lo convierte en inolvidable: "Poco a poco, dejé caerme en el suelo, apoyada contra la pared del baño. Ahí me quedaría, sin saber. Ahí me quedaría hasta que Mía viniera a buscarme".
Es obvio que las historias repiten una y otra vez los mismos mecanismos y las mismas interrogantes. Menos obvio es descubrir de qué manera esa repetición no es caprichosa sino necesaria. Es un loop insistente que nos acosa, que no nos permite levantar la cabeza del libro y huir hacia el presente y sus cuentas de colores, su felicidad destituida, su temor a la muerte. Lo que Maldita sea nos cuenta es nuestra propia historia, y podríamos no darnos cuenta. Pensamos que nunca nos ocurrirán ciertas cosas, confiamos que un día llegaremos a ver a la muerte como un alivio, queremos creer en la vida como una sucesión de colores y felicidad en la que nosotros siempre seremos los mismos, inmutables. Pero eso es una utopía. Tarde o temprano, S. se irá para siempre, sin avisar. Y nosotros, todos nosotros, no somos sino un retrato de aquella mujer agachada en el baño esperando que una niña (una niña simbólicamente llamada "Mía" además) nos venga a rescatar y nos diga qué y quiénes somos en un mundo que no comprendemos.
El segundo cuento del conjunto, "La espera", es el más ambicioso de todos. De Trazegnies ha intentado unir la muerte y el nacimiento en 16 páginas. El mismo día en que la protagonista se entera que está embarazada de Maya, descubre que el padre de su esposo está a punto de morir. El marido es incapaz de responder con afecto o felicidad al embarazo de su esposa, está demasiado inmerso en el dolor de su familia. En realidad, no ha logrado hacer su propia familia, no ha cortado el cordón umbilical que la ata a ella, mientras su esposa (quien afirma al comienzo del relato nunca haber sido unida a su propia familia) lo que le ofrece es una familia propia, un acta de nacimiento que él no está dispuesto a asumir. Otra vez el problema de la identidad expuesto como algo irremediable. El marido no es nada sin su padre, y eso lo entiende ella demasiado tarde, para su decepción. Mientras tanto la protagonista, que nunca tuvo a nadie, ahora al fin adquiere sentido con el nacimiento de Maya. Pero al ver a su suegro tan enfermo y necesitado de auxilio como un niño, en el cuento (como en la mayoría) aparece otra vez una premonición: "Me estremeció descubrir cómo se parecía el comienzo de la vida a su final de una forma tan cruel". En efecto, mientras la vida del suegro va extinguiéndose, la vida de la no nacida Maya también corre peligro. Al final, serán dos muertes las que ella tiene que sobrellevar. Participa a la distancia de la muerte del hombre que representó para su padre la identidad y el fiel de la balanza. Pero de la muerte de su hija participa de manera absoluta: Maya está muerta en el vientre y debe producirse contracciones y parirla muerta. Se atreve, una locura, una osadía, a tomarse una foto con aquella niña muerta que se parece al mismo tiempo a ella y al esposo. La escena es terrible, el esposo no entiende por qué lo ha hecho. "Tienes que haberte vuelto loca" le dice. Pero: ¿Qué es estar loco? ¿Qué es la cordura en un mundo lleno de dolor, de muerte, de presencias invisibles? ¿Llorar la muerte de un hombre que vivió más de 70 años es estar más cuerdo que llorar la de una niña que nunca nació? Si al final la muerte es la misma, lo único real y concreto, lo único seguro que nos llegará, y esa es lo única enseñanza que nos deja la vida. Solo que tratamos de no entenderla. Nos hemos cegado. Pero quien ha vivido la muerte de cerca, quien ha parido la muerte literalmente, como la narradora de "La espera", sí ha aprendido la lección y entiende qué es la vida mejor que cualquiera, porque ha entendido qué es la muerte. "La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar pero, a pesar de todo, yo siempre sería una madre que había tenido una hija" dice al final del cuento. No hay amargura sino sabiduría en esa frase. Y es que Julie de Trazegnies ha escrito un libro profundamente sabio y sincero. No ha convocado a los fantasmas, ni exorcizado ningún dolor, sino que se ha enfrentado a la vida misma sin temor, con los ojos abiertos. Lo ha hecho por nosotros, los lectores. Y al hacerlo nos ha desafiado. Y nosotros seríamos unos ciegos, o unos necios, si no aceptáramos ese desafío y sus impredecibles consecuencias.
Fuente: trazegnies
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