Por: César Hildebrandt
El abucheo a Mario Vargas Llosa en Santiago, Chile, es el cierre del círculo y el final de la jornada.
Durante todos estos años el novelista ha pretendido mantenerse en una línea de centro aunque sus opiniones estuviesen más cerca de la derecha y sus iras se dirigiesen invariablemente en contra de todo aquello que pudiese contrariar al establecimiento.
Brillante para jugar a las escondidas, Vargas Llosa logró en los últimos tiempos mantener, en España por ejemplo, una reputación de moderado.
Pero ese viaje del peregrino engañoso acaba de terminar.
El apoyo explícito, entusiasta y compadreril de Vargas Llosa a Sebastián Piñera acabó con el carnaval de las máscaras.
Y las pifias de ayer, provenientes de partidarios del gobierno de Bachelet –es decir de socialdemócratas más bien tibios- confirman que ya no sólo en el Perú, donde las pasiones domésticas pueden distorsionarlo todo, sino en crecientes sectores de la región, el papel de Vargas Llosa es visto como el de un funcionario del sistema de dominación y engaño que se ha instalado en el mundo desde 1980.
Vargas Llosa no necesitaba apoyar a Piñera. Digamos que bastaba con continuar prestando su respaldo a la Concertación para cumplir con el rito de no atizar ningún fuego.
Al fin y al cabo, nada más moderado y reflexivo que la Concertación. Ningún servicio mejor prestado que el que le ha hecho el socialismo chileno posallendista a la españolizada transición chilena.
Porque si España tuvo a un González Chile tuvo necesidad de cuatro. Y cada uno de ellos ha cumplido, con placer como en el caso de Frei o con reticencias como en el caso de Lagos, su rol de contención.
De modo que apoyar a Piñera es una manera ruidosa de romper con el centro y apostar por el reaganismo andino –que eso es, si la abreviatura es permitida, el señor candidato de la vieja y sanguinaria derecha chilena-.
Hace poco dijimos en esta columna que Vargas Llosa terminaría –era una figura un tanto impía, lo admitimos- pensando como su padre y escribiendo como su hijo.
Lo primero se está cumpliendo. Lo segundo, felizmente, no. Vargas Llosa sigue brillando como prosista. Pero cuando dijimos lo que dijimos no nos referíamos al estilo y a la estética, sino al fondo, a los contenidos.
El salto de Vargas Llosa desde el difícil equilibrio hasta el clavado olímpico en la piscina de la derecha latinoamericana es una vuelta de tuerca decisiva en su evolución.
Comunista de célula, sartreano curioso, castrista declarado, excastrista en nombre de la libertad, camusiano converso, conservador belaundista en los 80, antisartreano hasta la difamación en los 90, aldea-globalista al arrancar el milenio, cronista que contempla todos los matices en muchos de sus artículos, antiindigenista rivaagüerino, aldeaglobalista cada vez más entusiasta, Vargas Llosa ha terminado este largo y quizá muy explicable viaje en las sentinas de una nave que zarpó del Callao en los años 50.
La derecha, con sangre en las manos y pólvora siempre a mano, ha terminado de reclutar a su más eximio espadachín. Que le aproveche.
Construyéndole un museo a Alan García y patrocinando a Sebastián Piñera, Vargas Llosa demuestra por qué el Fredemo –el frente que lideró en 1990- tuvo en Francisco Pardo Mesones a su mayor representante.
Durante todos estos años el novelista ha pretendido mantenerse en una línea de centro aunque sus opiniones estuviesen más cerca de la derecha y sus iras se dirigiesen invariablemente en contra de todo aquello que pudiese contrariar al establecimiento.
Brillante para jugar a las escondidas, Vargas Llosa logró en los últimos tiempos mantener, en España por ejemplo, una reputación de moderado.
Pero ese viaje del peregrino engañoso acaba de terminar.
El apoyo explícito, entusiasta y compadreril de Vargas Llosa a Sebastián Piñera acabó con el carnaval de las máscaras.
Y las pifias de ayer, provenientes de partidarios del gobierno de Bachelet –es decir de socialdemócratas más bien tibios- confirman que ya no sólo en el Perú, donde las pasiones domésticas pueden distorsionarlo todo, sino en crecientes sectores de la región, el papel de Vargas Llosa es visto como el de un funcionario del sistema de dominación y engaño que se ha instalado en el mundo desde 1980.
Vargas Llosa no necesitaba apoyar a Piñera. Digamos que bastaba con continuar prestando su respaldo a la Concertación para cumplir con el rito de no atizar ningún fuego.
Al fin y al cabo, nada más moderado y reflexivo que la Concertación. Ningún servicio mejor prestado que el que le ha hecho el socialismo chileno posallendista a la españolizada transición chilena.
Porque si España tuvo a un González Chile tuvo necesidad de cuatro. Y cada uno de ellos ha cumplido, con placer como en el caso de Frei o con reticencias como en el caso de Lagos, su rol de contención.
De modo que apoyar a Piñera es una manera ruidosa de romper con el centro y apostar por el reaganismo andino –que eso es, si la abreviatura es permitida, el señor candidato de la vieja y sanguinaria derecha chilena-.
Hace poco dijimos en esta columna que Vargas Llosa terminaría –era una figura un tanto impía, lo admitimos- pensando como su padre y escribiendo como su hijo.
Lo primero se está cumpliendo. Lo segundo, felizmente, no. Vargas Llosa sigue brillando como prosista. Pero cuando dijimos lo que dijimos no nos referíamos al estilo y a la estética, sino al fondo, a los contenidos.
El salto de Vargas Llosa desde el difícil equilibrio hasta el clavado olímpico en la piscina de la derecha latinoamericana es una vuelta de tuerca decisiva en su evolución.
Comunista de célula, sartreano curioso, castrista declarado, excastrista en nombre de la libertad, camusiano converso, conservador belaundista en los 80, antisartreano hasta la difamación en los 90, aldea-globalista al arrancar el milenio, cronista que contempla todos los matices en muchos de sus artículos, antiindigenista rivaagüerino, aldeaglobalista cada vez más entusiasta, Vargas Llosa ha terminado este largo y quizá muy explicable viaje en las sentinas de una nave que zarpó del Callao en los años 50.
La derecha, con sangre en las manos y pólvora siempre a mano, ha terminado de reclutar a su más eximio espadachín. Que le aproveche.
Construyéndole un museo a Alan García y patrocinando a Sebastián Piñera, Vargas Llosa demuestra por qué el Fredemo –el frente que lideró en 1990- tuvo en Francisco Pardo Mesones a su mayor representante.
Fuente: La Primera
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