domingo, 17 de octubre de 2010

PROFUNDO VELLO




ELOY JÁUREGUI Y EL PRÓLOGO DE TODAS LAS ASFIXIAS


Ya Eloy Jáuregui nos recordó su iniciación en Hora Zero en una crónica magistral que escribiera para “Los broches mayores del sonido” (2009), advirtiéndonos además que la suya no era la épica callejera, esa poética de los andares tumultuosos de Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, donde la palabra procedía de una fractura (multicultural, híbrida, migrante, urbana), mientras que otra poética, también reintegradora, de equilibrio conflictivo, daba curso a una factura horazeriana que torsionaba, distorsionaba y extorsionaba la palabra.
Como se apreciará en este libro (por increíble que parezca, es su primer libro publicado), Eloy Jáuregui tuvo como planta estética el apareamiento bizarro de la palabra de prestigio literario con la palabra popular, cruce o hidridez que igualmente practica Yulino Dávila e hizo con gran excelencia el extrañado Ricardo Oré (fallecido en 2001), cuando este desguasamiento poético no era conocido (y prestigiado) como “neobarroco” o “neobarroso”, tal como lo calificara el argentino Néstor Perlongher. Como ocurre con los misteriosos vasos comunicantes de la poesía, acaso simultáneamente y sin que conociéramos entonces a Perlongher (miembro también de un movimiento vanguardista en su país de los 70), estos “neobarrosos” peruanos, como Jáuregui, se impusieron laberintosos referentes: José Lezama Lima, Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante, y vía los cubanos, por supuesto, Martín Adán y más atrás el maestro Góngora, ese de las “Soledades” que desgarran con resonancias interiores de la voz en los reveses de la imagen.
Y así, entre dobles estallidos de la palabra de sema y soma, curiosamente aplicadas también a sus reconocidas crónicas, en este libro Jáuregui nos va introduciendo en otra relectura de una historia derramada del Perú: tiempos donde las canciones se pintan en las nubes, rocas instantáneas y soles de adjetivos que fluyen como las aguas termales para registrar el vuelo de aves totémicas. Insisto: relectura poética de una historia que es el hoy, “de alzada atemporal”, porque efectivamente los desgarramientos aún no han producido soldamientos definitivos, sino otras incandescencias, otras revelaciones que vuelven y envuelven nuestro discurrimiento en pliegues (lo que se esconde), repliegues (lo que oprime y reprime) y despliegues (lo que inventa una historia construida de voluntad y azar a contrapelo del poder infinitamente adverso) que Eloy tan bien conoce y reinterpreta como cronista (el memorioso del tiempo) y como poeta.
Aquí están pues sus obsesiones: el diálogo perpetuo entre Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala (¿se entienden/se desentienden?), que quizá sea el mismo entre Eguren y Vallejo, Churata y Martín Adán, Arguedas y Vargas Llosa, Hora Zero y los canónicos. Aquí están la avenida Primavera que atraviesa “el niño tatuado a la mirada del ebrio a contraluz” y Juan Ramírez Ruiz y Malcom Lowry y toda la bella inocencia de la carne erotizada que puede brotar de una capilla de San Bartolo al amanecer. Aquí está en suma la poesía como “la inmensidad cicatrizada del pellejo de los cielos”.
Que tras este libro se desentierren los otros que guarda Eloy con tanto celo para que Hora Zero siga siendo el “estandarte de sus nietos”.

Tulio Mora

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