jueves, 30 de septiembre de 2010

Presentación de "Titulares y suplentes" en la FELIZH -2010

Presentación de la antología "Titurales y Suplentes" el libro que reúne a los 20 mejores narradores de la Región Junín en orden de aparición:

Percy Galindo, Jorge Salcedo, Consuelo Arriola, José Oregón, Sandro Bossio, Juan Carlos Romero, Samuel Cardich, César Palacios, Roque García, Giannina Sovero, Edagardo Rivera Martínez, José Luis López, Patricia Tauma, Ulises Gutiérrez, Julián Pérez, Juan Manuel Juárez, Gibert Ortega Lago, Zein Zorrilla, José Luis Puente de la Vega Augusto Effio.












A continuación 1 de los 20 cuentos inlcuidos en "Titulares y suplentes": "Canción para Isabel" del narrador huanuqueño más significativo de la escena narrativa contemporánea: Samuel Cardich.

Canción para Isabel.

Cuando salió a la terraza, lo envolvió un vientecillo aromado en el olor balsámico de los eucaliptos que erguían en las inmediaciones del hotel. No había luna, pero el cielo limpio, tachonado de estrellas, era suficiente para alumbrar con su luz tenue la noche ilimitada. Alzó los ojos y vio pasar un aerolito, que relució un instante para caer poco después en el espacio sin fin. Como ocurre en la vida de los hombres, pensó, que cruzan el tiempo echando un fulgor (los hijos, el éxito) y luego desaparecen. El no tenía hijos y vida estuvo signada por el fracaso. Era un ser opaco, que no supo echar una brizna de luz; pero igual iba a desaparecer. Sin embargo, su final no iba a determinarlo ninguna fuerza cósmica, ni menos el imprevisible destino, sino su libre albedrío.

Dejándose llevar por el espejismo de las apariencias, en horas de la tarde había elegido para morir ese hotel campestre, alejado de la urbe y tan parecido a la vieja casona de infancia con el propósito de rememorar ahí los hechos reales de su pasado, que en los últimos años fueron desdibujados por el olvido y la nostalgia. O quizás, también, para morir en su casa, como siempre fue su deseo.

Aunque era una noche extremadamente bella y tan viva que parecía latir como un pulso, no se sintió conmovido por la escena. Ese pedazo de cielo azul, iba a ser el último de la naturaleza que verían sus ojos. En su habitación tenía los dos frascos de somníferos, así como la botella de escocés y los cigarrillos que iba a consumir, mientras su cuerpo se fuera adormeciendo para pasar del sueño al vacío de la nada. Tomaría la drástica decisión en apenas una hora, cuando en la ciudad distante empiecen a estallar los cohetes y se eleven al aire las bombardas multicolores, entre el tañido alborotado de las campanas celebrando la llegada del año nuevo, día también de su cumpleaños.

Había nacido un primero de enero, y tenía cuarenta y dos años, solo que casi la cuarta parte de ellos había tenido un sesgo marcadamente rutinario. Vendía enciclopedias y colecciones de libros de temática diversa en los días útiles de la semana. Pasaba las noches en el café con los amigos, y a eso de las diez se iba a dormir. Hasta hace unos meses el único evento que lo sacaba de la monotonía, era su visita sabatina a uno de los lupanares de la ciudad. Casi al filo de la media noche a la hora en que las féminas salen a beber con sus clientes en el salón, se engominaba el cabello y ponía la chalina de seda y el terno gris a rayas para ir a bailar algunas piezas de tango con La argentina, una morocha de Barrios Altos que gustaba cantar y bailar la música porteña, y había recalado en el sitio para trabajar de pelandusca. Le seguía los pasos en tres o cuatro piezas de tango arrabalero, y, al final, después de acostarse con ella, se embriagaba hasta el amanecer. Aparte de este hecho, no había otro suceso notable que destacar. Por ese motivo, llegó a concluir que su vida ya no tenía ningún sentido.

Se levantó de la silla adosada a la pared de la terraza y volvió a entrar en el hotel para dirigirse a su cuarto. Al momento de cruzar la recepción, vio una guitarra colgada sobre un hermoso tapiz con una escena costumbrista cuya caja de resonancia echo un breve destello en la semipenumbra del recinto, semejante al resplandor de la estrella fugaz que vio atravesar el infinito. Alguien había puesto esa guitarra en las últimas horas pues en los días anteriores no estuvo en el lugar. Tiempo atrás fue un buen ejecutante del instrumento, pero lo abandonó para no seguir siendo un títere de amigos y conocidos, que lo llevaban de farra y lo fueron convirtiendo, a su pesar, en un guitarrista de parrandas. A partir de esa decisión, sus días empezaron a correr por el cauce de la disciplina y el orden; se consiguió un empleo de vendedor, y su vida se adentró en la rutina.

La vista del instrumento le estimuló de pronto el deseo de tocarlo por última vez. Detuvo su paso, se acercó a la recepción y le preguntó al empleado si podía prestársela. El hombre apareció haber estado esperando pedido, pues acepto al instante, sonriendo de buen agrado. Entonces descolgó la guitarra, la llevó en brazos hasta la terraza y volvió a sentarse en la silla baja. Ahí la afinó bien, luego se puso a ensayar las notas de un yaraví, comprobando que tenía los dedos torpes por falta de práctica. Durante un buen rato estuvo haciendo ejercicios de soltura sobre las cuerdas y el traste, hasta recobrar algo de su pasada agilidad. Bordoneó, hizo punteos y tocó acordes de preparación, poniéndose después a ejecutar algunas piezas que interpretaba en sus años de bohemia involuntario.

Cuando se cansó de tocar, descansó la guitarra y miró la noche enorme que se había embellecido aún más; solo que en el cielo azul las estrellas parecían haberse vuelto más lejanas. Dio un largo suspiro, pensando que la separación y la distancia, fueron su verdadero infortunio. Allá en el norte, lo bastante lejos como para intentar el retorno, quedó su familia, y también Isabel, la única mujer que entró en su vida y le dio algo de sentido. Durante dos años llevaron una convivencia agitada por el choque de temperamentos, hasta que su modo agrio de ser la ahuyentó. En aquella época solía componer canciones para su propio deleite. Entre ellas, hizo un tema para Isabel, que dejó inconcluso después de su ruptura con ella. Ahora la nostalgia le hizo volver a coger la guitarra para repasar ese fragmento casi olvidado, sintiendo en esta vez sus dedos más ligeros y más dócil el instrumento, como si se hubiera suavizado para acompañarlo y fundirse con la emoción repentina que empezó a llenar su alma solitaria.

A las cinco de la mañana, cuando oyó el canto contrapuntístico de los gallos del alba, seguía en la misma ubicación, sin pensar más que en avanzar en la guitarra la creación de la música, en escribir y corregir, una y otra vez, en el papel donde iba a redactar su carta de despedida, los versos que rescataran algunos rezagos de su amor por Isabel, no del todo muerto, y quien sabe si algún día hasta podría renacer y de un salto vencer la distancia.

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