domingo, 31 de octubre de 2010

PROFUNDO VELLO EN EL DOMINICAL DE EL COMERCIO



A continuación Matriz del fuego yermo poema incluido en "Profuno Vello"


Matriz del fuego yermo

1. Ubre del renacimiento


Religiosa grandeza del monarca
Cuya diestra real al Nuevo Mundo
Abrevia, y el Oriente se le humilla.
Heroicos, Luis de Góngora





En ese entonces, en el principio digo, sólo el astro sin cruz
reencarnaba a los puros y probos sin alquimias ni hiel,
la piedra de los cielos negaba la muerte y sus profecías.
En ese tiempo, digo, las canciones se pintaban en las nubes.
haz solar enlosado de rótulas
Roca del instante, registro en el eterno vuelo estático
un cóndor petrificado en el tímpano
y un sol adjetivado por los flujos termales.
El hoy es la historia, de alzada atemporal
su melodía es torva con claves de acento en desconcierto
hablo de una memoria sin epigramas y atonal,
el corcel escribe sobre las desfiguraciones
la lengua reseca, la grafía cero.
La armadura desfallecida en los maizales, el oro
del celestial tramado desde el Potosí al proyecto Wari.
Belfos y navíos que sonoros esculpen la noche
la intriga vence a los metales
la armadura se tuerce con la indiada cómplice,
hombres del Pirú, amargos de morir hermanados
bella turba desbandada, reguero de miasma,
explota la vasija de chicha y la historia se derrama.

domingo, 17 de octubre de 2010

PROFUNDO VELLO




ELOY JÁUREGUI Y EL PRÓLOGO DE TODAS LAS ASFIXIAS


Ya Eloy Jáuregui nos recordó su iniciación en Hora Zero en una crónica magistral que escribiera para “Los broches mayores del sonido” (2009), advirtiéndonos además que la suya no era la épica callejera, esa poética de los andares tumultuosos de Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, donde la palabra procedía de una fractura (multicultural, híbrida, migrante, urbana), mientras que otra poética, también reintegradora, de equilibrio conflictivo, daba curso a una factura horazeriana que torsionaba, distorsionaba y extorsionaba la palabra.
Como se apreciará en este libro (por increíble que parezca, es su primer libro publicado), Eloy Jáuregui tuvo como planta estética el apareamiento bizarro de la palabra de prestigio literario con la palabra popular, cruce o hidridez que igualmente practica Yulino Dávila e hizo con gran excelencia el extrañado Ricardo Oré (fallecido en 2001), cuando este desguasamiento poético no era conocido (y prestigiado) como “neobarroco” o “neobarroso”, tal como lo calificara el argentino Néstor Perlongher. Como ocurre con los misteriosos vasos comunicantes de la poesía, acaso simultáneamente y sin que conociéramos entonces a Perlongher (miembro también de un movimiento vanguardista en su país de los 70), estos “neobarrosos” peruanos, como Jáuregui, se impusieron laberintosos referentes: José Lezama Lima, Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante, y vía los cubanos, por supuesto, Martín Adán y más atrás el maestro Góngora, ese de las “Soledades” que desgarran con resonancias interiores de la voz en los reveses de la imagen.
Y así, entre dobles estallidos de la palabra de sema y soma, curiosamente aplicadas también a sus reconocidas crónicas, en este libro Jáuregui nos va introduciendo en otra relectura de una historia derramada del Perú: tiempos donde las canciones se pintan en las nubes, rocas instantáneas y soles de adjetivos que fluyen como las aguas termales para registrar el vuelo de aves totémicas. Insisto: relectura poética de una historia que es el hoy, “de alzada atemporal”, porque efectivamente los desgarramientos aún no han producido soldamientos definitivos, sino otras incandescencias, otras revelaciones que vuelven y envuelven nuestro discurrimiento en pliegues (lo que se esconde), repliegues (lo que oprime y reprime) y despliegues (lo que inventa una historia construida de voluntad y azar a contrapelo del poder infinitamente adverso) que Eloy tan bien conoce y reinterpreta como cronista (el memorioso del tiempo) y como poeta.
Aquí están pues sus obsesiones: el diálogo perpetuo entre Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala (¿se entienden/se desentienden?), que quizá sea el mismo entre Eguren y Vallejo, Churata y Martín Adán, Arguedas y Vargas Llosa, Hora Zero y los canónicos. Aquí están la avenida Primavera que atraviesa “el niño tatuado a la mirada del ebrio a contraluz” y Juan Ramírez Ruiz y Malcom Lowry y toda la bella inocencia de la carne erotizada que puede brotar de una capilla de San Bartolo al amanecer. Aquí está en suma la poesía como “la inmensidad cicatrizada del pellejo de los cielos”.
Que tras este libro se desentierren los otros que guarda Eloy con tanto celo para que Hora Zero siga siendo el “estandarte de sus nietos”.

Tulio Mora

lunes, 11 de octubre de 2010

"El Abuelo" El primer cuento que escribió Vargas Llosa en el Dominical.



Por: Mario Vargas Llosa

Cada vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado que era una enorme piedra y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio deformes que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El viejecito había sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si aquellas sombras movedizas las causaban los árboles más altos.

Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y se sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?”. Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia la calle sin ser visto.

“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos lo habrían despertado, o el pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y durmiendo, justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina.

Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando entre los bolsillos de su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que había comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó, abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de suave color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.

A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara despacio por las afueras de la ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y roja del cielo sería más sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el automóvil corría con suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguir un extraño objeto.

“¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase! ¡Pare!”.

Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura forma impenetrable despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior. Entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo…

Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó solo un momento de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin vida, sino habitada de animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado que una larga fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar, causando desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la escena por un catalejo.

Había imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado en las paredes internas y brillaba como metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que esta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, arrancándole con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, luciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía con un corto chirrido.

En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de oxígeno golpeándole el pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en un sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo para elevar la mano que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo siempre limpia.

La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una forma clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, purísima, que cruzaba el jardín como un animalillo. No esperó más: extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa: por el orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque las palabras eran todavía incomprensibles, don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese momento como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos gritos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo interrumpió como una explosión este último. “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de oírlos.

¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio solo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que supuso cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un brusco crujido, como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro, medio mágico de la calavera en llamas.

Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un grito salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de golpe. El niño estaba delante de él, en el círculo iluminado por el fuego, con las manos retorcidas frente a su cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo unos extraños ruidos con la garganta, como roncando. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de huesos que llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al fuego y a aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio vio también que a pesar de tener los pies hundidos como garfios en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por convulsiones violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el espantoso aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de espanto. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido incluso más perfectos que su plan, cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

domingo, 10 de octubre de 2010

Presentación de "Abandonada luna" de Enrique Ortiz Palacios en la FELIZH-2010









Presentación de "PAÍS INTERIOR" de Tulio Mora en la FELIZH.-2010









Presentación de "Riesgos Corporativos" en la FELIZH-2010









Un Plan B

Por: Jorge A. Salcedo. Ch.


¿Es posible manejar imponderables? ¿Cómo predecir nuestras apuestas financieras y sacarles el mayor provecho? ¿Cómo saber si nos vamos a lanzar a la piscina y si está tendrá agua?...éstas son algunas de las interrogantes que intenta responder el investigador C.P.C Tito Huamán Cuela en su recientemente editado libro “Administración de riesgos”.

Tito Huamán Cuela es uno de los intelectuales más acuciosos de la ciudad de Huancayo, además, el primer investigador que teoriza y pone en el tapete el tema de los riesgos corporativos de una manera didáctica y simple de entender.

“Administración de riesgos” es un texto que entre otras cosas, trae a la ciudad de Huancayo una nueva disciplina conocida como Enterprise Risk Management (ERM). Esta disciplina, como que se explica muy bien en el texto, enfoca el riesgos de tres maneras diferentes: el riesgo de emprender un proyecto y como esto afecta nuestros recursos; el riesgo del producto, que afecta la calidad o el rendimiento del resultado producido, y los riegos de emprender un negocio.

Constantemente se han referido muchas veces a la ciudad de Huancayo como un espacio fenicio, de comerciantes y emprendedores que no temen tomar riesgos y lanzarse con todo cuando tiene la necesidad de empezar un nuevo proyecto comercial. Pues bien, estamos seguros entonces que este libro se convertirá en una Biblia, en un texto de cabecera no solo para los emprendedores y comerciantes de nuestra ciudad, sino también será un texto imprescindible para estudiantes y público en general porque plantea, con un lenguaje sobrio, limpio, muy ilustrativo y podado de jerga especializada, pero a la vez riguroso, un Plan General de Riesgos Corporativos, entre los que se incluyen cuestiones que van más allá de estrategias de cómo evitar las pérdidas financieras, sino que además nos brinda herramientas para evitar, por ejemplo, el incumplimiento de los plazos o cómo paliar la desmotivación de los trabajadores en las empresas.

En fin, sin duda, un libro valiosísimo que dará mucho que hablar.

viernes, 1 de octubre de 2010

Presentación de "Ceguera Emocional" en la FELIZH- 2010









A continuación "Crepúsculo" uno de los poemas insignias de Ceguera Emocional

CREPUSCULO

Como carnavales de un verano
eres primavera en mi otoño
Poeta sin serlo
Enamorando mi madurez
“Dulce me sabes”
Como guindas en el vino

Tiernas y torpes caricias
pero ávidos deseos ardientes de amar
que los claveles marchitos
olvidaron…
ternura de las palabras
juegos de cama.


Con la mirada de un aprendiz
Abres tus brazos,
tu sonrisa me contagia,

tus labios me dicen: Preciosa

mis ojos te encuentran
Mi sonrisa te enamora
Mi pasión te aprisiona
Tu ternura me subyuga

Aprendes de mis ardientes besos
Me sorprende que seas sagaz

Entiendo que eres un amante
Encuentro que eres un maestro

Entregándonos sin importar
Olvidando que eres primavera
Yo otoño en tus manos.