viernes, 31 de diciembre de 2010

Ceguera emocional y Profundo vello en La República.

Los libros de nuestro catálogo de poesía: rústica...de cartón piedra siguen siendo reconocidos como los más destacados en su género en el 2010. Esta vez "Ceguera emocional" de Maoli Mao y "Profundo vello" de Eloy Jaúregui son mencionados en el recuento literario del diario La República.





miércoles, 29 de diciembre de 2010

Bisagra Editores con "Profundo vello" de la revista Somos de El Comercio




"PROFUNDO VELLO" de Eloy Jaúregui, VOL No 6 de nuestro catálogo de poesía: rústica...de cartón píedra considerado en la revista SOMOS del diario "El Comercio" como uno de los mejores poemarios 2010.

A continuación, disfruten dos poemas incluidos en "Profundo vello"

Textos textiles
[Cajamarca, 1532]

i.m. Ricardo Oré



Allí las brumas prendidas al astro
óyense así las nuevas lenguas y braman
Al fragor de las ciénagas de las sangres.
al rojo indio le corresponde las poleas
De la pólvora son los ayes del relámpago
el nudo ciego al arco iris y al río abajo
Un estupor que raja las manos de la gleba.
Ahora apuro el cañazo e hincho el buche.


En el susurrante sumando del do de oro
digo Cajamarca como el amargo reposo
De una gloria alucinada en sus llagas
el reino transpira a fiera perpleja
y atragantado vil se alza el credo ebrio
el de la serpiente rasga el tejido a dentelladas
la niebla escribe y hiere en la tela pétrea
el vino, la oliva y el trigo espolean la fe
se impone Bizancio y los fastos provenzales.


Un sarpullido dorado de centauros y alanos
fijan el alias de los héroes y sus botas
Y de los hoyos del cráneo el abismo del sol
registra en crónica de quejumbre y hierro
El hediendo desconcierto del rebaño indio
capitán de campañas, qué mortal merece vencido
Esta grey a recua y tinta de vizcachas
torvos para adentro y blasfemos en sus preñézes.



Grafía del Límite

i.m. Alberto Flores Galindo

Gran señora y gobernaba y hacía mercedes y fue casada
con Inga Roca. Y por esta señora fue respetado
grandemente su marido por los señores
grandes de este reino desde su jurisdicción[...]
Felipe Guaman Poma




Bájense prestas de este sueño de país
las sábanas de sangre tire su tinta
el muslo de selvas, su quejido de ovarios
esa lengua de crestas en los folios sagrado
no existe muerto más bello que el esperma
la cruz y la daga cogotean el fustán del sol
mi tierra uñando la estirpe de ojo tuerto.
Ámese el odre preñado y su alarido
la vergüenza del arcabuz aputado
yo soy la historia, usted la vida
calor de mantos sin geografías de coyas.
Que no falte honor, ni alfabetos, sí carne.

martes, 28 de diciembre de 2010

Ceguera Emocional- Mejor Poemario publicado el 2010- Encuesta Lectores Peruanos





CREPUSCULO

Como carnavales de un verano
Es la primavera en una mañana
Poeta sin serlo alzando su vuelo
Enamoras mi madurez
Dulce me sabes

Las briosas artes del amor son tuyos
te poseen…
deseos ardientes de amar
que los claveles marchitos
olvidaron.

Con la mirada de un aprendiz
Abres tus brazos, tu sonrisa
Me contagia,

tus labios me dicen: Preciosa

mis ojos te encuentran
Mi sonrisa te enamora
Mi pasión te aprisiona
Tu ternura me subyuga

Aprendes de mis ardientes besos
Me sorprendo que seas sagaz
Entiendo que eres un amante
Encuentro que eres un maestro

Aprendemos amar
Olvidando que eres primavera
Yo otoño en tus manos.


"Ceguera emocional" de Maoli Mao volumen No 3 de nuestro catálogo de poesía: rústica... de cartón piedra es considerado el mejor poemario peruano 2010 en al Encuesta de Lectores Peruanos. "Crespúsculo" es uno de los pomeas incluidos en "Ceguera emocional"

jueves, 23 de diciembre de 2010

EL CASTIGO




EL CASTIGO

El cielo serrano estaba despejado aquel memorable tres de enero, ello permitiría que los huacones danzaran hasta las seis de la tarde, a diferencia de otros años en los que la lluvia caía menuda e impertinente o bien el chaparrón acompañado de truenos ponía punto final a la celebración del “Año Nuevo” cuando todavía no había entrado la tarde.
A esa hora, se distinguía bien las calles empedradas de Mito y los grupos de pobladores que observaban desde los balcones, retenían para el recuerdo la figura de los danzantes y el sonido de la tinya, hecha con cuero de perro por un lado y por el otro de piel humana, según contaba el tío Jashi.
En la esquina del lado oeste, conocida como “El arco”, se ubicaban las principales familias; desde ahí, con toda seguridad y parsimonia acompañaban sólo con la vista la doble fila de huacones que danzaban alrededor de la plaza, quienes al compás de la quena y tinya daban saltos cortos y en el estribillo, se envolvían con su capa jerga y guturalmente salía el “jo,jo, jooo”, retumbante, irónico, desafiante, perturbador.
A nadie que no tuviera disfraz se le permitía acercarse a más de veinte metros. No sólo eso, sino que el primer día, los enmascarados cumplían con visitar cada una de las casas y revisaban la limpieza, la micharra sin cenizas, la ropa ordenada y los manteles y secadores despercudidos; labores que les eran asignadas a las mujeres. Por su parte, los varones, debían haber demostrado a lo largo del año, un buen comportamiento moral; no haber mentido, ni robado, no ser mancebado, es decir, no tener una amante, menos aún haber cometido un crimen. Por eso, quienes en su conciencia sabían que serian juzgados, literalmente desparecían el mes de diciembre. De ser capturados, les aguardaba el cepo. Aquí atado de pies y manos permanecía el detenido durante un día o dos, a vista del público y en cada vuelta de los huacones, el detenido, recibía un latigazo como escarmiento por su denigrante conducta.
Por todo ello, los huacones, mantenían en secreto su identidad. Todos sabían que el lugar donde cumplían sus ritos era la hermosa quebrada de “Ayan chico”; pero nadie que no fuera un iniciado, podía saber lo que realmente sucedía el primero de enero y los días subsiguientes en esas cuevas misteriosas.
Los muchachos morían de curiosidad y ansias por pertenecer a ese grupo de privilegiados cuando llegaran a su mayoría de edad. También Diego, desde niño guardaba ese deseo secreto en su corazón.


sábado, 20 de noviembre de 2010

Rosario la viajera




Rosario, la viajera

—¡Carajo, tú lo has matado a nuestra “quri waqracha”, si la hubieras cuidado tal como te recomendé, no hubiera reventado su panza!
Con estas expresiones hirientes mi padre no cesaba de recriminarme, a pesar de que le explicaba, mi padre no cesaba de recriminarme casi todos los días las causas que motivaron la muerte repentina de nuestra vaquita lechera.
Nunca quiso escucharme, era demasiado terco y machista, sus palabras y sus decisiones sean malas o buenas, era una ley nadie podía refutar ni siquiera mi madre.
En cambio, con mis hermanos mayores era muy complaciente y tolerante. Incluso a ellos, ni bien terminaron sus estudios primarios en Cocas, los matriculó en el Colegio “San Roque” de la ciudad de Castrovirreyna. Al notar esta desigualdad, un día, me atreví a decirle:
—Papá, yo también quiero estudiar como mis hermanos.
Mi papá contestó airado:
—¡Qué cosa carajo!, tú eres mujer, las mujeres solamente sirven para parir, ya te he educado hasta segundo año de primaria, eso es suficiente para ti, no necesitas más. En cambio tus hermanos como hombres requieren una buena instrucción, tengo esperanzas que algún día ocupen cargos públicos, como Alcalde, Gobernador o dirigente de la comunidad.
Aquella mañana en que murió mi “quri waqracha”, amaneció con una ligera llovizna y una neblina que cubría toda la quebrada de Mollepampa. Después de tomar el desayuno, junto con mi hermanita menor, arreamos nuestro ganado, con destino a nuestro alfalfar de “Aya Samachina” donde siempre pastábamos. Así fue como mi vaquita la “quri waqracha” tragona como siempre, engulló la alfalfa más de la cuenta en pleno sol y con todo el rocío de la madrugada. Ese fue el motivo para que reventara su panza, no había sido dejadez nuestra, como mi padre afirmaba.
Aquel día, al notar que la “qori waqracha” se retorcía con el cólico, me pasó por el cuerpo un susto como si fuera una electricidad que recorría mi espalda, comencé exclamar:
—“¡ayyyy, mamallay Huaca Huaca”!, ¡no permitas que mi vaquita se muera!
Dejando las reses al cuidado de mi hermanita, caminé toda la cuesta desesperada hasta llegar al pueblo de Cocas, donde estaba ubicada nuestra casa. Llorando como María Magdalena y tomando valor tuve que avisarle lo sucedido a mi padre, ni bien escuchó, frunció el ceño, me miró sacando chispas por los ojos y dijo:
—¡Carajuy mierda, seguro que has estado jugando, ahora sí te has jodido conmigo!
Agarró la brida de nuestro caballo y comenzó blandir el látigo para castigarme. En esos precisos momentos mi madre se abalanzó y sujetó su mano, evitando que me castigara. Esto lo encolerizó aún más:
—¡Tú como siempre apañando a esta ociosa carajo!
Después de ello, mi padre montó en su caballo “Bucéfalo” y fue a sacrificar a mi vaquita querida.
Afortunadamente llegaron las fiestas patronales de “San Francisco de Asís” y mi padre con todo el tumulto y la baraúnda de la llegada de mis primos, se olvido del asunto. Ahí tuve la oportunidad de conocer por primera vez a mi primo que había llegado de Pisco. Así fue como le pregunté, como se hacía para llegar ahí, y si es que alguna vez yo iba me recibiría:
—Esa pregunta está por demás pues primita, respondió, si vienes te recibiremos con los brazos abiertos como te mereces. Para viajar a Pisco no es difícil, a medio día se toma los servicios de la Empresa de Transportes “Oropesa” de Castrovirreyna. Nosotros radicamos en “Dos Palmas”, es un centro poblado antes de llegar a la ciudad de Pisco, si llegas allí, pregunta por el “Loco Fidel”, soy como la mala yerba. Todos me conocen.
—Ojalá pues, que el día menos pensado, te visite primo, le contesté a manera de broma.
Desde ese momento en mi mente, me rondaba la idea de conocer esos lares y me dije:
—Yo mi iré algún día, como lo hicieron Digna García, Felícita Salgado, Maruja Saenz y otras chicas, regresaré triunfante, porque si me quedó aquí, me harán casar con algún muchacho del pueblo y sufriré como mi madre, eso jamás, pensé.

*********
Nuestras chacras de alfalfares no eran suficientes para alimentar a nuestro ganado. Por ese motivo mi padre alquilaba chacras de varios comuneros. Esta vez íbamos a ocupar las chacras de don Felix Moreyra, pero en vista que faltaba madurar un poco más, mi padre cambió de opinión.
A la hora de cena mi padre nos dijo:
—¡A partir de mañana llevarán a los animales a nuestras alfalferas de “Chacapampa”, porque el pasto que íbamos comprar de don Félix, todavía no están en condiciones, así es que alisten todo lo necesario ya saben ustedes qué llevar.
Ir a ese lugar, era apartarse de la población más de treinta. Entonces con mi madre alistamos los víveres, utensilios de cocina, ropas y cama. Al día siguiente después de tomar el desayuno, cargamos al caballo todo lo que habíamos alistado en la noche anterior.
Salimos junto con mi madre y mi hermanita, arreando a cuatro vacas lecheras con sus respectivas crías. Además tres toros y un pequeño rebaño de ganado caprino.
Chacapampa, a pesar que se encuentra apretujado por unas inmensas montañas de forma vertical como: “Chacchasera”, “Vizcapata”, “”Poqolla” consideradas como dioses ancestrales y eternos guardianes de nuestros pueblos, tienen ciertos atractivos. Existe mucha vegetación. El río Chiris, lleno de truchas arco iris, se desliza suavemente por medio de esta abra, en la otra orilla del río se encuentra lo que queda del fundo de don Nemesio Chirre, persona muy estimada y respetada en Cocas que perdió todo cuando llego la Reforma Agraria del Chino Velasco.
Después del almuerzo mi mamá partió a Cocas, recomendándonos tener mucho cuidado con los animales.
Resulta que una noche lóbrega, a la una de la mañana, sentí que las reses se espantaban y hacían bulla. Nuestro perrito “Truman”, que siempre nos acompañaba, comenzó a ladrar furiosamente. Yo me asusté. Desperté a mi hermanita, prendimos el mechero y tomando valor, ambas salimos afuera hacia el corralón donde se encontraban nuestro ganado, nos acercamos pensando que era un zorro, o algún otro animal.
Nada ocurrió.
Esa mañana, después de ordeñar las cuatro vacas lecheras, y a las dos cabras con cría, colamos la leche depositando el contenido en dos baldes grandes con su respectivo cuajo. En seguida soltamos a los becerros y a los cabritos para que amamanten. Luego los arreamos con dirección a una de nuestras chacras alfalfares. Hasta este momento nada hacia presagiar lo que me iba a ocurrir. Por la mala noche que pasé me encontraba algo somnolienta. Traté de mantenerme despierta pero me quedé dormida. En mis sueños, sentí que un cuerpo extraño se deslizaba y se introducía en mi parte íntima. Me dio un sobresalto, automáticamente llevé mi mano a mi órgano genital. Con desesperación, traté en vano de jalar esa cosa viscosa y repulsiva. Pero no pude. Ese momento, con el impacto, me desmayé. Al recuperar el conocimiento comencé a gritar pidiendo auxilio a mi hermanita Josefina.
—¡Josefina! ¡mamacita linda! por favor anda llama a nuestro tío Nemesio Chirre y a la tía Claudia, que vengan rápido, me encuentro muy mal.
Cuando mi hermanita se fue corriendo sentí un miedo que nunca había experimentado. Comencé a sudar de angustia y preocupación. No sé cómo y por dónde habrá atravesado el río mi hermanita porque en tiempo record aparecieron don Nemesio y su esposa.
—¿Qué tienes, qué es lo que te pasado Rosario? —me preguntó doña Claudia.
Le conté todo lo que me había ocurrido, no cesaba de llorar. ¡Dios mío!, tía, seguro que voy a morir.
—No te desesperes hijita, tienes que ser fuerte y valiente, ya estás con nosotros hemos venido a ayudarte, ahorita vamos sacar esa sabandija
—Tía, siento que en mis entrañas se mueve.
En ese momento don Nemesio agarró un balde mediano y se fue corriendo a ordeñar a una de las vacas, y al retornar me hizo sentar en una piedra, colocando el balde en dirección de mi parte íntima.
—Siéntate tranquila, no te muevas hijita, a estos bichos les gusta la leche fresca, tienen un olfato más desarrollado que el perro, ahorita va salir, no te angusties, más bien procura relajarte.
Don Nemesio estaba parado muy atento a mi lado con un palo en la mano, en eso sentí que algo se deslizaba por mi vientre; no pude más y me desmayé.
Al volver en mi vi que la señora Claudia seguía sentada a mi lado y una víbora muerta, toda aplastada, estaba tendida en el suelo.
A consecuencia de esta insólita y horrible experiencia, me enfermé de susto. Tenía continuos sobresaltos. En mis sueños, se repetían aquellos momentos de terror que pasé aquella mañana de domingo. Me despertaba dando gritos, perdí el apetito, no tenía acción para nada, comencé adelgazar, pasaba los días sumida en una terrible depresión.
Mi pobre madre, preocupada por mi quebrantada salud, contrató los servicios de Tomás Inga, el vidente, famoso curandero de Palca. Él, me pasó con el cuy y me mancornó con muchas flores y hojas de tumbo en reiteradas veces. Me hizo tomar aguas de azahar y tisanas de valeriana. Así, poco a poco, recuperé mi salud. Tuve suerte, pues decían que en su comunidad, había matado a don Francisco, esposo de Mamá Justina.
Durante el tiempo que me hallaba postrada en cama, delicada de salud, yo esperaba anhelante algunas palabras de cariño y aliento de parte de mi padre, lamentablemente el se comportó como siempre frío, tosco y cruel, me miraba aburrido, descontento y me decía:
—Aquí mantengo a ociosas que no hacen nada ¡carajo!
En poco tiempo, le llegué a tener antipatía, odio y desprecio. En mis momentos de amargura, prometí marcharme para siempre a cualquier lugar.
Una mañana de abril después de ahorrar el dinero del que yo creí que era suficiente, junté las pocas cosas que tenía y me marché de mi casa con la esperanza de encontrar a mi primo Fidel quien me había prometido que me acogería en su casa.
Salí presurosa antes que regrese mi padre, después de media hora de caminata llegué a Vischincha. Desde allí contemplé la pequeña planicie, donde está ubicada el pueblo de San Francisco de Cocas, la iglesia y las casas con sus techos de calamina, del anexo de Vichavichay. Los alfalfares donde pastaba mis ganados y los cerros que circundan, en ese momento los rostros de mi madre y mi hermanita estaba en mi mente y mis ojos se inundaron de lágrimas, lloré hasta cansarme. Eché la última mirada y comencé bajar por ese derrotero sinuoso y escabroso, después de una caminata de casi dos horas por fin llegué a Quincará, que era un pequeño valle con pocas casas, pero con bastante vegetación.
Al llegar ahí encontré a una señora a quién le pregunte:
—¿Dígame en qué tiempo se llega a Ticrapo y a que hora pasa por allí el expreso Oropesa hacia Pisco?
—Caminando bien llegarás en cinco horas, está lejitos, el camino es por el lado izquierdo, pasando el próximo puente camine ojo cerrado hasta llegar a Ticrapo, no podré decirte exactamente la hora que pasa el expreso Oropesa, algunas veces pasa temprano, otras veces se atrasa, pero si vas en alcance de Oropesa procura avanzar lo más rápido posible.
Con estas indicaciones, llegue justo a tiempo cuando la empresa de transportes “Oropesa” salía rumbo a Pisco. El ómnibus serpenteaba el camino de tierra a duras penas dejando atrás los cerros y los recuerdos que había decidido dejar para siempre.
Después de cuatro horas de agotador viaje, llegué a la ciudad de Pisco, donde tal y como me indicó mi primo pregunté si alguien conocía al “Loco Fidel”. Por más que lo busqué y busqué nadie me dio razón de su existencia, sin embargo, ahí, parada en medio de la nada, cogí mi pequeño bulto, avance unos pasos indecisos y cuando el sol de mediodía me dio de lleno en el rostro, me di cuenta que por fin, podía volver a empezar.


Cuento incluido en "La soñadora...y tres cuentos peregrinos más" Nuevo libro de nuestro catálogo Bonus track...alternativos, que se publicará en el mes de Diciembre

viernes, 19 de noviembre de 2010

NUEVA PUBLICACIÓN: 2da edición "Visión ecológica de la Región Junín"





Comentarios de la contraportada:

El libro: "VISIÓN ECOLÓGICA de la Región Junín" del Pbro. Jaime Quispe Palomino, resalta y hace público –de manera sencilla y pedagógica– los valores ocultos de la cultura ambiental de la Región Junín. Nos ayuda a ser responsables en el cuidado de la creación de Dios cultivando la necesaria armonía entre la persona humana y la naturaleza, nuestra “casa común”.

Mons. Pedro R. Barreto Jimeno, S.J.
ARZOBISPO METROPOLITANO DE HUANCAYO

“VISIÓN ECOLÓGICA de la región Junín” es el mejor libro que he leído sobre ecología y medio ambiente. En este libro, Jaime Quispe Palomino, describe las devastadoras consecuencias del daño y deterioro de la naturaleza y biodiversidad en la Región Junín. Así mismo, nos invita a tomar conciencia del cuidado del agua, la administración de la basura, la contaminación del parque automotor, la protección de los ríos, la depredación de la rana y el sapo. Bienaventurados los que lo lean porque los conocimientos de la contaminación de la Región Junín quedarán imperecederos en sus mentes.

Dr. Godofredo Arauzo Chuco
MEDICO Y AMBIENTALISTA

“VISIÓN ECOLÓGICA de la Región Junín” enfoca temas de actualidad de onda preocupación social. Está dirigida a la concientización del hombre para la protección y conservación del medio ambiente y la ecología de nuestra zona geográfica. Hay originalidad en el estilo. Facilidad y espontaneidad en la expresión. En cada texto narrativo, aviva con la imagen, la amenidad y gracia de los personajes dialogantes frente a la degradación o extinción de las especies que atentan contra la flora y la fauna.

Prof. Arnulfo Aliaga Cerrón
INVESTIGADOR Y TRADICIONALISTA

domingo, 31 de octubre de 2010

PROFUNDO VELLO EN EL DOMINICAL DE EL COMERCIO



A continuación Matriz del fuego yermo poema incluido en "Profuno Vello"


Matriz del fuego yermo

1. Ubre del renacimiento


Religiosa grandeza del monarca
Cuya diestra real al Nuevo Mundo
Abrevia, y el Oriente se le humilla.
Heroicos, Luis de Góngora





En ese entonces, en el principio digo, sólo el astro sin cruz
reencarnaba a los puros y probos sin alquimias ni hiel,
la piedra de los cielos negaba la muerte y sus profecías.
En ese tiempo, digo, las canciones se pintaban en las nubes.
haz solar enlosado de rótulas
Roca del instante, registro en el eterno vuelo estático
un cóndor petrificado en el tímpano
y un sol adjetivado por los flujos termales.
El hoy es la historia, de alzada atemporal
su melodía es torva con claves de acento en desconcierto
hablo de una memoria sin epigramas y atonal,
el corcel escribe sobre las desfiguraciones
la lengua reseca, la grafía cero.
La armadura desfallecida en los maizales, el oro
del celestial tramado desde el Potosí al proyecto Wari.
Belfos y navíos que sonoros esculpen la noche
la intriga vence a los metales
la armadura se tuerce con la indiada cómplice,
hombres del Pirú, amargos de morir hermanados
bella turba desbandada, reguero de miasma,
explota la vasija de chicha y la historia se derrama.

domingo, 17 de octubre de 2010

PROFUNDO VELLO




ELOY JÁUREGUI Y EL PRÓLOGO DE TODAS LAS ASFIXIAS


Ya Eloy Jáuregui nos recordó su iniciación en Hora Zero en una crónica magistral que escribiera para “Los broches mayores del sonido” (2009), advirtiéndonos además que la suya no era la épica callejera, esa poética de los andares tumultuosos de Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, donde la palabra procedía de una fractura (multicultural, híbrida, migrante, urbana), mientras que otra poética, también reintegradora, de equilibrio conflictivo, daba curso a una factura horazeriana que torsionaba, distorsionaba y extorsionaba la palabra.
Como se apreciará en este libro (por increíble que parezca, es su primer libro publicado), Eloy Jáuregui tuvo como planta estética el apareamiento bizarro de la palabra de prestigio literario con la palabra popular, cruce o hidridez que igualmente practica Yulino Dávila e hizo con gran excelencia el extrañado Ricardo Oré (fallecido en 2001), cuando este desguasamiento poético no era conocido (y prestigiado) como “neobarroco” o “neobarroso”, tal como lo calificara el argentino Néstor Perlongher. Como ocurre con los misteriosos vasos comunicantes de la poesía, acaso simultáneamente y sin que conociéramos entonces a Perlongher (miembro también de un movimiento vanguardista en su país de los 70), estos “neobarrosos” peruanos, como Jáuregui, se impusieron laberintosos referentes: José Lezama Lima, Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante, y vía los cubanos, por supuesto, Martín Adán y más atrás el maestro Góngora, ese de las “Soledades” que desgarran con resonancias interiores de la voz en los reveses de la imagen.
Y así, entre dobles estallidos de la palabra de sema y soma, curiosamente aplicadas también a sus reconocidas crónicas, en este libro Jáuregui nos va introduciendo en otra relectura de una historia derramada del Perú: tiempos donde las canciones se pintan en las nubes, rocas instantáneas y soles de adjetivos que fluyen como las aguas termales para registrar el vuelo de aves totémicas. Insisto: relectura poética de una historia que es el hoy, “de alzada atemporal”, porque efectivamente los desgarramientos aún no han producido soldamientos definitivos, sino otras incandescencias, otras revelaciones que vuelven y envuelven nuestro discurrimiento en pliegues (lo que se esconde), repliegues (lo que oprime y reprime) y despliegues (lo que inventa una historia construida de voluntad y azar a contrapelo del poder infinitamente adverso) que Eloy tan bien conoce y reinterpreta como cronista (el memorioso del tiempo) y como poeta.
Aquí están pues sus obsesiones: el diálogo perpetuo entre Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala (¿se entienden/se desentienden?), que quizá sea el mismo entre Eguren y Vallejo, Churata y Martín Adán, Arguedas y Vargas Llosa, Hora Zero y los canónicos. Aquí están la avenida Primavera que atraviesa “el niño tatuado a la mirada del ebrio a contraluz” y Juan Ramírez Ruiz y Malcom Lowry y toda la bella inocencia de la carne erotizada que puede brotar de una capilla de San Bartolo al amanecer. Aquí está en suma la poesía como “la inmensidad cicatrizada del pellejo de los cielos”.
Que tras este libro se desentierren los otros que guarda Eloy con tanto celo para que Hora Zero siga siendo el “estandarte de sus nietos”.

Tulio Mora

lunes, 11 de octubre de 2010

"El Abuelo" El primer cuento que escribió Vargas Llosa en el Dominical.



Por: Mario Vargas Llosa

Cada vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado que era una enorme piedra y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio deformes que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El viejecito había sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si aquellas sombras movedizas las causaban los árboles más altos.

Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y se sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?”. Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia la calle sin ser visto.

“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos lo habrían despertado, o el pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y durmiendo, justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina.

Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando entre los bolsillos de su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que había comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó, abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de suave color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.

A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara despacio por las afueras de la ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y roja del cielo sería más sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el automóvil corría con suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguir un extraño objeto.

“¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase! ¡Pare!”.

Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura forma impenetrable despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior. Entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo…

Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó solo un momento de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin vida, sino habitada de animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado que una larga fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar, causando desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la escena por un catalejo.

Había imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado en las paredes internas y brillaba como metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que esta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, arrancándole con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, luciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía con un corto chirrido.

En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de oxígeno golpeándole el pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en un sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo para elevar la mano que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo siempre limpia.

La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una forma clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, purísima, que cruzaba el jardín como un animalillo. No esperó más: extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa: por el orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque las palabras eran todavía incomprensibles, don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese momento como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos gritos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo interrumpió como una explosión este último. “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de oírlos.

¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio solo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que supuso cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un brusco crujido, como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro, medio mágico de la calavera en llamas.

Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un grito salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de golpe. El niño estaba delante de él, en el círculo iluminado por el fuego, con las manos retorcidas frente a su cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo unos extraños ruidos con la garganta, como roncando. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de huesos que llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al fuego y a aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio vio también que a pesar de tener los pies hundidos como garfios en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por convulsiones violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el espantoso aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de espanto. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido incluso más perfectos que su plan, cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

domingo, 10 de octubre de 2010

Presentación de "Abandonada luna" de Enrique Ortiz Palacios en la FELIZH-2010









Presentación de "PAÍS INTERIOR" de Tulio Mora en la FELIZH.-2010









Presentación de "Riesgos Corporativos" en la FELIZH-2010









Un Plan B

Por: Jorge A. Salcedo. Ch.


¿Es posible manejar imponderables? ¿Cómo predecir nuestras apuestas financieras y sacarles el mayor provecho? ¿Cómo saber si nos vamos a lanzar a la piscina y si está tendrá agua?...éstas son algunas de las interrogantes que intenta responder el investigador C.P.C Tito Huamán Cuela en su recientemente editado libro “Administración de riesgos”.

Tito Huamán Cuela es uno de los intelectuales más acuciosos de la ciudad de Huancayo, además, el primer investigador que teoriza y pone en el tapete el tema de los riesgos corporativos de una manera didáctica y simple de entender.

“Administración de riesgos” es un texto que entre otras cosas, trae a la ciudad de Huancayo una nueva disciplina conocida como Enterprise Risk Management (ERM). Esta disciplina, como que se explica muy bien en el texto, enfoca el riesgos de tres maneras diferentes: el riesgo de emprender un proyecto y como esto afecta nuestros recursos; el riesgo del producto, que afecta la calidad o el rendimiento del resultado producido, y los riegos de emprender un negocio.

Constantemente se han referido muchas veces a la ciudad de Huancayo como un espacio fenicio, de comerciantes y emprendedores que no temen tomar riesgos y lanzarse con todo cuando tiene la necesidad de empezar un nuevo proyecto comercial. Pues bien, estamos seguros entonces que este libro se convertirá en una Biblia, en un texto de cabecera no solo para los emprendedores y comerciantes de nuestra ciudad, sino también será un texto imprescindible para estudiantes y público en general porque plantea, con un lenguaje sobrio, limpio, muy ilustrativo y podado de jerga especializada, pero a la vez riguroso, un Plan General de Riesgos Corporativos, entre los que se incluyen cuestiones que van más allá de estrategias de cómo evitar las pérdidas financieras, sino que además nos brinda herramientas para evitar, por ejemplo, el incumplimiento de los plazos o cómo paliar la desmotivación de los trabajadores en las empresas.

En fin, sin duda, un libro valiosísimo que dará mucho que hablar.

viernes, 1 de octubre de 2010

Presentación de "Ceguera Emocional" en la FELIZH- 2010









A continuación "Crepúsculo" uno de los poemas insignias de Ceguera Emocional

CREPUSCULO

Como carnavales de un verano
eres primavera en mi otoño
Poeta sin serlo
Enamorando mi madurez
“Dulce me sabes”
Como guindas en el vino

Tiernas y torpes caricias
pero ávidos deseos ardientes de amar
que los claveles marchitos
olvidaron…
ternura de las palabras
juegos de cama.


Con la mirada de un aprendiz
Abres tus brazos,
tu sonrisa me contagia,

tus labios me dicen: Preciosa

mis ojos te encuentran
Mi sonrisa te enamora
Mi pasión te aprisiona
Tu ternura me subyuga

Aprendes de mis ardientes besos
Me sorprende que seas sagaz

Entiendo que eres un amante
Encuentro que eres un maestro

Entregándonos sin importar
Olvidando que eres primavera
Yo otoño en tus manos.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Premiación y presentación de "Monsieur Wylie" y "Amante de armadura dorada" en la FELIZH- 2010










Presentación de "Titulares y suplentes" en la FELIZH -2010

Presentación de la antología "Titurales y Suplentes" el libro que reúne a los 20 mejores narradores de la Región Junín en orden de aparición:

Percy Galindo, Jorge Salcedo, Consuelo Arriola, José Oregón, Sandro Bossio, Juan Carlos Romero, Samuel Cardich, César Palacios, Roque García, Giannina Sovero, Edagardo Rivera Martínez, José Luis López, Patricia Tauma, Ulises Gutiérrez, Julián Pérez, Juan Manuel Juárez, Gibert Ortega Lago, Zein Zorrilla, José Luis Puente de la Vega Augusto Effio.












A continuación 1 de los 20 cuentos inlcuidos en "Titulares y suplentes": "Canción para Isabel" del narrador huanuqueño más significativo de la escena narrativa contemporánea: Samuel Cardich.

Canción para Isabel.

Cuando salió a la terraza, lo envolvió un vientecillo aromado en el olor balsámico de los eucaliptos que erguían en las inmediaciones del hotel. No había luna, pero el cielo limpio, tachonado de estrellas, era suficiente para alumbrar con su luz tenue la noche ilimitada. Alzó los ojos y vio pasar un aerolito, que relució un instante para caer poco después en el espacio sin fin. Como ocurre en la vida de los hombres, pensó, que cruzan el tiempo echando un fulgor (los hijos, el éxito) y luego desaparecen. El no tenía hijos y vida estuvo signada por el fracaso. Era un ser opaco, que no supo echar una brizna de luz; pero igual iba a desaparecer. Sin embargo, su final no iba a determinarlo ninguna fuerza cósmica, ni menos el imprevisible destino, sino su libre albedrío.

Dejándose llevar por el espejismo de las apariencias, en horas de la tarde había elegido para morir ese hotel campestre, alejado de la urbe y tan parecido a la vieja casona de infancia con el propósito de rememorar ahí los hechos reales de su pasado, que en los últimos años fueron desdibujados por el olvido y la nostalgia. O quizás, también, para morir en su casa, como siempre fue su deseo.

Aunque era una noche extremadamente bella y tan viva que parecía latir como un pulso, no se sintió conmovido por la escena. Ese pedazo de cielo azul, iba a ser el último de la naturaleza que verían sus ojos. En su habitación tenía los dos frascos de somníferos, así como la botella de escocés y los cigarrillos que iba a consumir, mientras su cuerpo se fuera adormeciendo para pasar del sueño al vacío de la nada. Tomaría la drástica decisión en apenas una hora, cuando en la ciudad distante empiecen a estallar los cohetes y se eleven al aire las bombardas multicolores, entre el tañido alborotado de las campanas celebrando la llegada del año nuevo, día también de su cumpleaños.

Había nacido un primero de enero, y tenía cuarenta y dos años, solo que casi la cuarta parte de ellos había tenido un sesgo marcadamente rutinario. Vendía enciclopedias y colecciones de libros de temática diversa en los días útiles de la semana. Pasaba las noches en el café con los amigos, y a eso de las diez se iba a dormir. Hasta hace unos meses el único evento que lo sacaba de la monotonía, era su visita sabatina a uno de los lupanares de la ciudad. Casi al filo de la media noche a la hora en que las féminas salen a beber con sus clientes en el salón, se engominaba el cabello y ponía la chalina de seda y el terno gris a rayas para ir a bailar algunas piezas de tango con La argentina, una morocha de Barrios Altos que gustaba cantar y bailar la música porteña, y había recalado en el sitio para trabajar de pelandusca. Le seguía los pasos en tres o cuatro piezas de tango arrabalero, y, al final, después de acostarse con ella, se embriagaba hasta el amanecer. Aparte de este hecho, no había otro suceso notable que destacar. Por ese motivo, llegó a concluir que su vida ya no tenía ningún sentido.

Se levantó de la silla adosada a la pared de la terraza y volvió a entrar en el hotel para dirigirse a su cuarto. Al momento de cruzar la recepción, vio una guitarra colgada sobre un hermoso tapiz con una escena costumbrista cuya caja de resonancia echo un breve destello en la semipenumbra del recinto, semejante al resplandor de la estrella fugaz que vio atravesar el infinito. Alguien había puesto esa guitarra en las últimas horas pues en los días anteriores no estuvo en el lugar. Tiempo atrás fue un buen ejecutante del instrumento, pero lo abandonó para no seguir siendo un títere de amigos y conocidos, que lo llevaban de farra y lo fueron convirtiendo, a su pesar, en un guitarrista de parrandas. A partir de esa decisión, sus días empezaron a correr por el cauce de la disciplina y el orden; se consiguió un empleo de vendedor, y su vida se adentró en la rutina.

La vista del instrumento le estimuló de pronto el deseo de tocarlo por última vez. Detuvo su paso, se acercó a la recepción y le preguntó al empleado si podía prestársela. El hombre apareció haber estado esperando pedido, pues acepto al instante, sonriendo de buen agrado. Entonces descolgó la guitarra, la llevó en brazos hasta la terraza y volvió a sentarse en la silla baja. Ahí la afinó bien, luego se puso a ensayar las notas de un yaraví, comprobando que tenía los dedos torpes por falta de práctica. Durante un buen rato estuvo haciendo ejercicios de soltura sobre las cuerdas y el traste, hasta recobrar algo de su pasada agilidad. Bordoneó, hizo punteos y tocó acordes de preparación, poniéndose después a ejecutar algunas piezas que interpretaba en sus años de bohemia involuntario.

Cuando se cansó de tocar, descansó la guitarra y miró la noche enorme que se había embellecido aún más; solo que en el cielo azul las estrellas parecían haberse vuelto más lejanas. Dio un largo suspiro, pensando que la separación y la distancia, fueron su verdadero infortunio. Allá en el norte, lo bastante lejos como para intentar el retorno, quedó su familia, y también Isabel, la única mujer que entró en su vida y le dio algo de sentido. Durante dos años llevaron una convivencia agitada por el choque de temperamentos, hasta que su modo agrio de ser la ahuyentó. En aquella época solía componer canciones para su propio deleite. Entre ellas, hizo un tema para Isabel, que dejó inconcluso después de su ruptura con ella. Ahora la nostalgia le hizo volver a coger la guitarra para repasar ese fragmento casi olvidado, sintiendo en esta vez sus dedos más ligeros y más dócil el instrumento, como si se hubiera suavizado para acompañarlo y fundirse con la emoción repentina que empezó a llenar su alma solitaria.

A las cinco de la mañana, cuando oyó el canto contrapuntístico de los gallos del alba, seguía en la misma ubicación, sin pensar más que en avanzar en la guitarra la creación de la música, en escribir y corregir, una y otra vez, en el papel donde iba a redactar su carta de despedida, los versos que rescataran algunos rezagos de su amor por Isabel, no del todo muerto, y quien sabe si algún día hasta podría renacer y de un salto vencer la distancia.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

NUEVA PUBLICACIÓN PRESENTACIÓN DE "Profundo Vello" de Eloy Jaúregui en Arequipa







CELEBRAMOS NUESTRO PRIMER AÑO con una nueva publicación: "Profundo vello" del perodista y poeta Eloy Jaúregui se realizará en la ciudad de Arequipa este sábado 25
a las 4 de la tarde.